miércoles, 31 de octubre de 2007

La presencia de las cosas

Arnau Blanes López

Fue ante un cuadro no demasiado especial para otros, cuando experimenté esa sensación de puro sobresalto interno, que Roland Barthes1 bien podría haber calificado de punctum de la imagen, siendo yo como ese observador de fotografías que llama Spectator, avasallado tan solo por un sentimiento-herida que me llevó a la reflexión o al pensamiento del recuerdo.

Lo primero que noté fue el ruido de la maquinaria y las chispas producidas por la pintura. Sus formas y color se me antojaron atractivos, la obra me punzó amenazante. No pude evitar analizarlo, pensarlo como un sentimiento histórico de miedo hacia la tecnología. Me acerqué a leer la cartela para comprobar la fecha, cuando fueron las palabras las que completaron mi aturdimiento: el cuadro en cuestión se llamaba “La Taladradora” y su autor, de nombre extraño, me era completamente desconocido. Sin embargo el nombre de la imagen me llevó directamente atrás en el tiempo, cercano, pero que yo mismo había convertido en distante; aquel en el que me hallaba yo cual caracol en mi antigua habitación, incordiado por una implacable asfixia, no producida en ningún caso por el perpetuo humo dulzón que solía envolver la estancia. Había comprobado que no tenía espacio ni para respirar y lo muy holgadas que se encontraban mis cosas: muebles, herramientas, materiales, libros, cómics, música, películas, aparatos, figuritas y ropa. En aquel entonces había decidido que unos cuantos estantes aliviarían al lugar de la agobiante presencia de las cosas.

Terminaba ya el trabajo de agujerear el muro, cuando uno de mis mechones de pelo intentó acabar con mi vida. Ayudándose tan solo de la broca de mi taladradora, un fuerte tirón de pelo y el repentino olor de madera mezclada con metal casi se convierten en el heraldo de mi muerte. Tras desenmarañar en estado de shock mi pelo y al mirar mi imagen en el espejo, parecía que el aire hubiera infectado el envase al vacío que era mi cabeza, cuero cabelludo cual tapadera con restos de sangre pigmentada.

Todavía con pensamientos de muerte paseaba entre eruditos y turistas que peregrinaban en ese prestigioso museo de nombre campestre, cuna de la historia del arte enlatada. Y allí fui a dar con ese pequeño cuadro perteneciente al género de objetos y muerte, que son las vanitas barrocas; y que me estaba hablando precisamente de lo que yo quería escuchar. ¡Qué género tan extraño ese en el que se sustituye a la persona o sentimiento por cosas! Tema, por otro lado, que viene acompañando a la producción artística desde lejos. Desde la concepción de inmortalidad egipcia ligada al mundo de los objetos, pasando por los ídolos2 medievales, la invención del ready-made3 de Duchamp y el consiguiente encumbramiento estético-artístico de los objetos; hasta nuestros días de bienestar y consumo, en el que los objetos nos son presentados en la publicidad como metas a las que aspirar para satisfacer nuestras experiencias vitales. Podemos hoy comparar, quizás desde Warhol, una marca publicitaria y el nombre de un artista; al igual que podemos decir que los coches son una extensión de muchas personas, como pudieron serlo los objetos del arte holandés con la representación misma.

Jordi Colomer en clave terriblemente actual, condensa muy bien algunas de mis inquietudes en su fantástico video titulado “Simo”. Bajo el hipnótico e inquietante movimiento de cámara, como el péndulo de un reloj, su extraño personaje acumula más y más objetos (fetiches) en su pequeña habitación blanca hasta vaciar el exterior y verse expulsada por sus propias cosas. Zapatos y botes de mermelada, objetos de consumo y alimentos. Es a lo que parece reducirse el tiempo de ocio más allá de la miseria cotidiana del trabajo, la hipoteca-cárcel, el coche-trofeo y la casa-iglesia. Los objetos de consumo no completan nuestras identidades, las absorben y adaptan, en cierto modo, para hacerlas fácilmente reconocibles por todos –empezando por nosotros mismos-, y no encontrarnos con las incomodas nauseas del mareo que supone un fugaz resplandor de identidad autónoma e independiente del mundo al que pertenecemos.

Se puede tender un puente, metafórico tal vez, con la concepción de los objetos como algo sin vida y su influencia en ella; de cómo parecemos obsequiarles parte de nuestra vitalidad a objetos en un principio sin vida, y de cómo nos ayudan a enmendar necesidades que ellos mismos crean.

Los objetos de consumo nos vacían de vida como nos vaciamos nosotros de muerte en la producción de objetos artísticos.

A veces pasa por mi cabeza la idea de quemar todas mis cosas. Aún hoy, encerrado en una nueva habitación escribo rodeado de objetos y cosas, eso sí, sin ningún estante echo con mis manos. ¡Y cuanto dependemos de las manos!, así como de las herramientas, nosotros, padres de objetos vivientes, casi avergonzados de llamarnos artistas. ¡Qué sencilla sería la convivencia con tan solo lápiz, papel y ninguna otra cosa!

1 Aplicados a la fotografía en “La cámara lúcida” -R.Barthes.

2 Entendida como en los Textos de Horacio e Isaías que “sugieren que la idolatría implica un apego tosco y falto de sentido crítico a la materia y lo tangible para garantizar la presencia de lo espiritual y divino” (Teorías del arte- Moshe Barasch).

3 A partir de la invención del ready-made es frecuente que muchos teóricos del arte hablen de la importancia de la decisión frente a la ejecución, insistiendo en considerar los objetos comunes como obras de arte por ser incluídas en un contexto estético. Es el nacimiento del arte moderno (“no sirve para nada”).

domingo, 28 de octubre de 2007

La ruptura de las nueces

MATAR IMPULSOS

Soy un impulso que camina perdido. Perdido porque estoy buscando, mientras matamos las fugacidades del párpado.

Introspección solitaria y asco en esos charcos concéntricos que luego piso, salpican y me hacen pensar… No lleva a ningún sitio cómodo; fácil de vivir y asimilar, el orden es un equilibrio aleatorio que inventamos para engañarnos y no sentir las nauseas del mareo.

Malditas las aburridas norias y malditos los círculos concéntricos.

Nada permanece, todo muere. Cambio constante si me apuras, si me escurro de mí mismo, mejor no hablar demasiado del resto. Mi sombra siempre fue más rápida que yo.

Matar para inmortalizar, matar para aferrarnos, matar para no caer en el miedo, en la muerte, en lo inevitable, en el instante. Matar porque la muerte es inseparable de la vida. Matar es parir, y matar instantes es dibujo. No existo ni existiré en la singularidad cerrada que dicen ser la identidad; única, inmutable, perpetua, muerta. Mato instantes, me mato un poco, para seguir viviendo, caminando, moviéndome, giro, me elevo y caigo. Una hoja de otoño en el remolino de una brisa. ¿Por qué vamos perdiendo el asombro del instante?

Veneno en el biberón y diluido en gente. Ajenizándonos. Es más fácil.

Te obligan a formular el ¿por qué? de forma mecánica, porque se sienten incómodos con sus propias respuestas.

Búscate el modo de ser persona.

El impulso mueve a la mano, inquieta, busca algo, se agita: un trazo en el papel y ya no soy yo… o soy más yo que nunca. Quién sabe. Se mueve sola, la otra se suma, no responden, no razonan ni me hacen caso.

Entonces es cuando te toca crecer, dicen, con un cuchillo en la mano. Y te cortamos las manos para no sentir esa angustiosa inquietud de sabernos múltiples y diferentes matices de un gran espejo, en el que, a veces, fugazmente, nos reconocemos y muere brevemente la soledad del yo.

Sin olvidar que para morir hay que nacer primero.